Y en realidad me enamoraban sus mentiras, sus ojos verdes arremetiendo con voracidad contra mis silencios. Me enamoraba su melena rojiza, como Leningrado.
¿Qué no habría dado por escucharla mentir cada mañana, al lado de mi cuerpo? Ella lo sabía, e incrementaba sus agrias falacias hasta niveles cercanos a la dosis letal, la terapéutica.
Yo seguía amándola, en silencio, mientras la observaba mentir entre líneas, feliz, tiernamente alegre; mentir detrás de cada mirada, con cada manoteo, que parecían elevarla al cielo, a donde pertenecía.
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