16.12.09

Un cuento para niños

Fabián cierra los ojos e imagina las palabras de Ely flotando en la superficie del canal como ramitas de árbol.  Pinche destino, piensa, y recuerda los tiempos en que soñó conocer a una chica como ella: espontanea y dulce,  empapada con esa simpatía de quien no desea causar alguna impresión y por ello logra ganarse la confianza de todos.

¿Nunca has pensado que a Monterrey le falta un otoño de verdad? Monterrey es mucha ciudad para tan rudas estaciones, para tan pocas hojas cayendo de los árboles, y tanto calor durante Noviembre. Porque los regiomontanos somos muy extremistas, y pareciera que nos gusta empezar por el clima. Yo quisiera caminar por la calle Morelos y sentir crujir bajo mis pies montones de hojas secas, ver  hacia el frente y no distinguir un solo adoquín, usar únicamente un suéter que me deje sentir los brazos de mi chico alrededor mío, calentándome. Pero nunca sucede. Aquí se es naco o fresa, Tigre o Rayado, hace calor o frío, se es novio o amigo...

Abre los ojos de nuevo, lentamente, y al verla a su lado, desaliñada y tierna, manoteando en el aire igual que si pintara con los dedos imágenes que ejemplifican sus oraciones, comprende que es ella la última hebra del estambre que lo une a su adolescencia, a esos años en los que también él vestía de tenis Converse y  jeans desgastados, años en los que el trámite del título, los estados de cuenta y la mensualidad del coche eran problemas de otros, de gente adulta, aburrida;  problemas de padres.

...como nosotros, Fabián. No hay pareja en Nuevo León más bonita.  Pero seríamos malos novios, ¿verdad?, los peores. Sería la relación más horrenda que hayamos tenido. ¿Te imaginas? Tú  graduado de facultad y yo apenas iniciando la preparatoria. Sería extraño buscarte todos los días como hoy, en el despacho, preguntar por el Licenciado Fabián González o requerir cita para verte. Qué desmadre. En ese aspecto no soy como tú. Me gusta ser distinta, libre o liberal, pintarme el cabello de colores y quebrar las reglas. Te juro que no sé a veces cómo puedes pasar diez horas trabajando o vestirte con ese abrigo que, aunque te hace ver divino, a mí me sofocaría. A veces tampoco me explico por qué pasas tanto tiempo conmigo, si está claro que somos muy distintos por más que nos entendamos. Lo peor es que somos muy regiomontanos, y  por ello sólo podemos ser amigos o novios, una cosa nada más, pero que sea definitiva. Yo propongo que seamos amigos, porque si fuéramos novios todo se volvería un caos. Nosotros no podríamos ser buenos novios, ¿verdad, Fabián?, ¿verdad que no podríamos?

Sentado junto a Ely en los escalones de la Macroplaza, Fabián alarga una sonrisa desalentadora. Voltea hacia ella e inevitablemente se estremece al confirmar que esos tenis rotos, esa bufanda de matices pastel, esa voz casi infantil y desenfadada, son exactamente los mismos elementos de la mujer con la que soñó pasear por las calles del centro a los dieciséis años, cuando también era rebelde y creía en el amor, cuando un elote desgranado y un Te quiero eran más placenteros que comprar una notebook.
No, jamás podríamos, pronuncia Fabián cerrando los párpados para imaginar cómo se hunden en el canal Santa Lucía las canciones que compuso, las cartas que nunca escribió, mientras siente la certeza de que en su interior, muy profundamente, una fina hebra de estambre se termina de romper sin remedio.

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