El invierno cayó sin clemencia aquel mes, súbitamente, despintando el panorama hasta convertir la ciudad en una paleta de grises, el hospital en un lánguido monumento a la esperanza. Tu silueta, delgada y tapizada por matices pastel —siempre me cuestioné dónde comprabas aquellos abrigos tan celestiales y lindos, aquellos suéteres y bufandas— representaba sin duda el único destello de alegría en medio de ese frío que parecía congelar hasta los ánimos.
Por eso te amaba. Y por eso los pacientes mejoraban un poco su malestar con tu simple presencia, con tu voz maternal acariciando incluso al regañar y tu sonrisa alegre como el primer amor.
Mi día, en cambio, mejoraba con tu colorido atuendo; un hermoso radiador de alegría por la sala de urgencias que disfrutaba retirar de tu cuerpo en capas por las noches, al llegar a casa, hasta encontrar el verdadero radiador de alegría, el atuendo más celestial, cálido y motivador de aquél mes, de aquél hospital invadido por el duro invierno.
1 comentarios:
Un bonito texto, corto pero que rescata una bella imágen, ya sabes, eso del cruce de sentimientos de los hospitales.
Te sigo ya, al parecer somos paisanos, o al menos los dos formamos parte de este Mandala que es Monterrey.
Un fuerte abrazo, camarada cortazariano.
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