2.5.11

No la maté por gorda

Lo acepto, no es ningún secreto: odio a los gordos. Y a las gordas aun más. Inclusive si yo mismo despertara una mañana pesando ciento noventa kilos no dudaría un segundo en degollarme o disparar un revolver apuntando contra mi sien, dependiendo del arma que estuviera más cerca. Pero es verdad cuando digo que no la maté por gorda, lo juro.
¿Que por qué los odio? Yo que sé. Dígame, ¿por qué le gusta su esposa y no la del vecino?, ¿por qué periodista en vez de médico?, ¿por qué una grabadora Philips con lo buena que resultan las Sony? La naturaleza es así: uno ama u odia sin motivo alguno, como se prefiere al verano o el invierno.
¿Que por qué la maté? Ah, eso es cuento aparte. Aunque si fuera delgada probablemente seguiría viva. Eso nunca se sabe; es como pensar en que los nazis ganaran la guerra.
Le diré: el asunto se complicó por culpa de ella, la gorda, quien permitió a su hijo, también gordo, atravesarse al paso de mi coche. Evidentemente yo iba despacio, siempre conduzco despacio, y el chico cayó al piso más por la impresión y su peso que por el impacto en sí. Descendí un poco asustado, debo aceptarlo, aunque en el fondo sabía la velocidad a la que iba y era consciente del poco o nulo daño que podría recibir la pelotita de carne esa.
Entonces se armó la gorda, literalmente: apareció desde la acera, sosteniendo en la mano un enorme plato de nachos que hasta resultaba desagradable a la vista, y gritó contra mí cosas por más innecesarias. Yo no escuchaba nada, la ignoré en parte por su olor a gorda y en parte por cerciorarme de que el gordo niño estuviera bien. Pero ella seguía ahí, gritándome, escupiendo cada vez peores gruñidos cargados con tortilla y queso, y blandiendo sus enormes carnes. Un asco, le digo.
Fue en ese momento cuando el niño, más bien parecido a un feo jabalí, se levantó llorando y corrió hasta abrazar a su madre. «¿Ya ve que nada le pasó? Antes debería cobrarle la abolladura del coche, mire que descuidar así al pobre gordito», dije limpiándome los trozos de nacho sobre mi saco antes de que se me viniera encima a golpes de oso hambriendo, uno tras otro, ofendida por decirle gordo al niño gordo. Como si a los delgados nos doliera escuchar cuando nos dicen flacos.
Por eso digo que no la maté por gorda, caballero; la maté por salvaje y primitiva.Y si tuve que defenderme con el abrecartas que guardo en el coche fue culpa de ella.
Lo de apuñalarla veintinueve ocasiones tampoco fue culpa mía; si la desgraciada hubiera pesado ciento cincuenta kilos menos, probablemente para matarla habría bastado una sola puñalada, a lo sumo dos.

0 comentarios:

Publicar un comentario

 
 
Copyright © Balas para el corazón
Blogger Theme by BloggerThemes Design by Diovo.com