13.1.10

Mijita Laura

Leía en internet noticas sobre la última balacera entre sicarios y militares cuando Laura regresó de la secundaria. Se acercó al sofá donde yo estaba, me saludó de beso y, con más soberbia que de costumbre, dejó caer su mochila fosforescente justo a un lado mío, pretendiendo llamar mi atención.
Tenía en la mano izquierda una rosa envuelta en celofán, horrible, vieja y sucia, una rosa de crucero o con suerte de tienda Oxxo; de aquellas flores asignadas a los vivos luego de no venderse para los muertos en los panteones. Asombrado, cerré mi Laptop. Le hablé:
—¿Y eso, mijita?, ¿quién te lo dio?
—Mi novio, papá —como por acto reflejo, contestó sin inmutarse.
Inevitablemente sonreí. Si bien Laura me había comentado en varias ocasiones sobre niños que le gustaban, esta era la primera vez que me confesaba tener novio. Pero eso no era lo gracioso, sino mi certeza de que cualquier muchacho interesado en Laura debía estar muy enamorado, ser muy valiente, o muy pendejo. Sobre todo pendejo.
Le hice algunas preguntas acerca de su noviecito y durante la comida la aconsejé. Cosas de padres.
Al paso de los días, Laurita fue llegando de la escuela con regalos cada vez más cursis: osos de peluche abrazando un corazón, globos enormes con frases cariñosas, dijes ridículos, etcétera. Dos fines de semana después, ambos vinieron a pedirme permiso para asistir a una fiesta de quinceaños —por fin conocí al novio: un güerco de piel rosácea y movimientos delicados; demasiado formal para lo excéntrico de Laura—. Le concedí el permiso con la condición de ser yo quien los transportara al evento y también de regreso.
Los dejé en la fiesta a las nueve de la noche, con la amenaza de recogerlos a las doce y media. Me sentí aliviado por no tener que seguir escuchando la estación de música romántica que el noviecito tanto insistió en sintonizar. Volví a casa, terminé unos pendientes y puntualmente acudí por ellos.
Laura salió de inmediato, despidiéndose de medio mundo pero sin su novio. Me pareció extraño y, tan pronto se subió al coche, le pregunté por él.
—Se fue con sus papás hace rato.
—¿Y eso?
—Esque se enfadó conmigo y cortamos.
Sonreí. Sabía que las relaciones entre los muchachos no duraban mucho y, sincerándome, ellos se extendieron más de lo que pronostiqué.
—¿Pues qué hiciste, niña?
—¿Yo? Yo nada, él es un aburrido, no quería bailar.
—¿Y por eso discutieron?
—No. Discutimos porque yo sí bailé —se acomodó el cinturón de seguridad incitándome a arrancar el coche.
—Qué poco tolerante de su parte.
—Sí. Yo no voy a las fiestas a quedarme sentada y, pues, su amigo me sacó a bailar.
—Incluso eso no fue para que se enojara —volví la mirada hacia ella para ver si también sonreía, pero su rostro era más de indiferencia que de burla.
—Lo sé, pero él se quedó en la mesa toda la noche.
—¿Toda la noche bailaste con el amigo?
—Sí.
—Ay, Laura... —lamenté.
—Y encima se puso como loco cuando su amigo me besó.
Era definitivo: aquél niño no era para mi hija; si es que algún muchacho era para ella. No supe qué decir. Guardé silencio por algunos segundos y después comenté en tono sarcástico:
—Ni aguanta nada, verdad
—No, es una nena —se acercó al estéreo para conectar su mp3 chino antes de continuar—. Por eso lo corté.
 Seguimos nuestro camino escuchando cumbias norteñas, entunsiasmados por no tener que lidiar de nuevo con estaciones cursis, con novios celosos ni muchachitos delicados, aburridos y pendejos. Sobre todo por esto último: habernos librado de muchachitos pendejos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me gustó, me gustó de verdad.

por cierto, a quién te recordo mi estilo? yo sé, no se puede fingir y tampoco te lo puedes arrancar.

Anónimo dijo...

a mi me alegra que digas que escribo lindo :)
y cómo estás señor(ito?)?

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