12.1.10

Llévame en tu viaje.

Vio las luces de Monterrey al sobrevolar la ciudad y comprendió que nunca olvidaría esa tierra. ¿Cómo olvidar su propia sonrisa reflejada en el canal Santa Lucía mientras los niños de una embarcación lo saludaban con gritos y manoteos; o la fotografía que un viejo con sombrero de palmay botas de avestruz le tomó por treinta pesos junto a Liz en la Fuente de Neptuno? Y cómo olvidar a Liz. Cómo olvidar sus enormes ojos ámbar destellando más luz que el Faro del Comercio.
La conoció en el Barrio Antiguo, donde ocurren milagros, según decían conocidos suyos. Y era obvio que ocurrían, pues no había otra forma de explicarse el coincidir con ella tantas veces en una misma noche. Primero en el 7-Eleven, en la calle que usaban como entrada a el Barrio luego de caminar desde su hotel a pocas cuadras de ahí. Tan milagroso como fortuito fue el hecho de que nadie en esa concurrencia tuviera un encendedor para prestarle, excepto ella, quien apareció con sus ojos de madera y dedos finos, entre los cuales sintió la inquietud de pasar el resto de su vida.
El segundo encuentro sucedió más tarde, al caminar por las calles empedradas y detenerse en seco para no chocar de frente contra Liz, quien venía cantando y paró su marcha extendiendo una sonrisa que él correspondió sintiéndose vulnerable, casi poseído, por ese rayo café fijándosele sin piedad en el rostro.
Por último en el bar, saludándose a lo lejos entre la multitud  y conociendo los detalles de sus vidas en la proximidad de una mesa. La música de un trovador que abría el show puso el ambiente propicio para tomar confianza, mientras una cubeta llena de cervezas fue lo que les otorgó el entusiasmo.
A la tarde siguiente y durante el resto de la semana, Liz se convirtió en lo más valioso de Monterrey: fue su guía en un recorrido a pie por todo el Paseo Santa Lucía; compartió con él la historia de Agapito Treviño, “el Robin Hood regiomontano” y le hizo ver que la comida de El Rey del Cabrito no era tan buena como en el resto del país creían. Desde la ventana del hotel, Liz miró junto a él cómo aparecía el sol por el Cerro de la Silla, creando un cielo irisado que coronó lo bello de su estancia en la ciudad.
—Llévate este momento cuando te vayas, ¿sí?, y por favor  no te olvides de Monterrey —le pidió Liz en un tono apenas audible, luego de morderle el hombro mientras miraban la alborada.
Así fue. En el viaje de regreso, él supo que nunca olvidaría esa ciudad norteña, con sus cerros vigías en cada uno de los puntos cardinales, con aquella colosal bandera visible desde todo punto en la ciudad. Y sobre todo con Liz, Liz y sus enormes ojos ámbar almacenando más reliquias que el Museo del Obispado, y en los cuales, sin quererlo, había dejado el corazón.

3 comentarios:

Luis Oliver dijo...

Oye brother no se como di con tu Blog, pero que bárbaro con este post, muy buena forma de escribir, la verdad me transportaste a la historia que con detalle narraste.

Felicidades, muy buena entrada.

Anónimo dijo...

Hey Rafaa escribe otra historia, leerte me alegra el día!

Rocamadour dijo...

creo q me encanta todo esto!!!!!!!!

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